Teología y la fuerza arrebatadora.
Redação (28/10/2014, Virgo Flos Carmeli) “Nosotros ‘vemos’ la forma, pero cuando la vemos realmente, es decir, cuando no sólo contemplamos la forma separada sino la profundidad que en ella se manifiesta, la vemos como esplendor, como gloria del ser. Al contemplar esa profundidad somos ‘cautivados’ y ‘arrebatados’ por ella…” [1]
Quien contempla esa belleza en que se manifiesta el ser y se preocupa con la percepción de lo bello es la estética y quien se preocupa de analizar esa fuerza arrebatadora de la belleza es la teología. Pero ambas van siempre juntas, ‘pues nadie puede percibir lo bello sin ser arrebatado, y sólo puede ser arrebatado quien lo percibe’[2]. Y es justamente este el fundamento de porqué von Balthasar propone una estética teológica, donde lo filosófico y teológico se unen, pues en la realidad son esferas inseparables.
Pero si ahora nos centramos en esa fuerza arrebatadora, iremos caminando con la teología al fin que nos hemos propuesto en este estudio, por lo que ya habiendo asumido los conceptos metafísicos necesarios para seguir subiendo rumbo a la contemplación del Ser que se deja iluminar por los trascendentales, detengámonos un poco en las características de ese arrebato del que habla el teólogo suizo cuando estamos frente a una manifestación esplendorosa de la forma.
“Arrebatar y extasiar es virtud exclusiva de lo que tiene forma; sólo a través de la forma puede verse el relámpago de la belleza eterna. Hay momentos especiales en que la luz se abra paso, el espíritu centellea e irradian la forma exterior – del modo y la medida en que se realiza esto depende si se trata de belleza ‘sensible’ o ‘espiritual’, de encanto o dignidad-; pero, en todo caso, sin la forma el hombre no puede ser arrebatado ni caer en éxtasis.”[3]
Está claro la necesidad de percibir la forma, pero es necesario recalcar que para el hombre caer en éxtasis y ser arrebatado, no depende sólo de una fuerza propia del ser que se manifiesta en la forma, sino que lo que arrebata supera al propio ente epifánico, y esa superabundancia es la que extasía a quien contempla el esplendor de la forma.
No estamos frente a una realidad meramente natural, ni a una característica que corresponda al ser no subsistente, pues no le podríamos atribuir a una realidad contingente como lo es el ser una fuerza tamaña que saque a la persona de sí misma. Consideremos eso sí que “el arrobamiento debe entenderse aquí, (…) en un sentido estrictamente teológico y, por consiguiente, no como respuesta psicológica a la contemplación de lo bello-mundano, sino como movimiento de todo el ser del hombre”.[4]
Esa fuerza arrebatadora en este proceso de percepción no es más que la gracia, y en ese sentido lo que se comunica en el esplendor de la forma es la misma vida divina.
“En toda belleza hay un momento de la gracia: se me muestra más de lo que tenía derecho a esperar, por eso se produce el asombro y la admiración de que ‘haya’ ser en una abundancia que fluya inmensurable, pero que se vierte en entes y así llega a realidad perfecta”[5].
Es la gracia, que de acuerdo a su origen del vocablo jaris también significa el encanto de lo bello[6], la posibilitadora de un admirabile comercium et connubium entre Dios y el hombre, donde Dios se da por esa superabundancia y el hombre, libremente, ayudado e incentivado por la gracia, se deja arrebatar.
“La gracia entitativa que actúa en todo esto es peraltada cualitativamente allí donde el Absoluto se ilumina y se forma acabadamente en los seres finitos; ante esta gracia por antonomasia, que ya no manifiesta belleza, sino gloria, ya no se requiere sólo admiración y encanto, sino adoración”[7].
Este es el punto en donde belleza y gracia, fe y arrebato se encuentran. Pues según Balthasar se puede decir que la relación dada entre la fe y la gracia es el mismo tipo de relación existente entre el arrebatamiento y la belleza “porque la fe adopta una actitud de entrega al percibir la forma de la revelación, al mismo tiempo en que la gracia se apodera del creyente y lo eleva al mundo de Dios”[8].
Cristo forma arquetípica.
Es ahora justo el momento de nuestro estudio donde debe entrar la cristología, que se torna imprescindible para alcanzar a vislumbrar el Absoluto que se comunica en la forma esplendorosa, pues Jesús aparece inevitablemente como El Mediador y von Balthasar lo considera así y desde esa realidad construye su teología.
Si hay una forma arquetípica en donde el Absoluto se revela esta es Jesucristo. Él mismo es aquello que expresa, es decir Dios, pero no aquel a quien expresa, esto es, el Padre. Von Balthasar ve en esta profunda relación la “paradoja incomparable que constituye la fuente originaria de la estética cristiana y, por consiguiente de toda estética”[9].
De esta forma arquetípica se irradia la imagen de toda la existencia, que siendo formada por el Espíritu Creador, no tiene necesidad de destruir o intervenir lo natural para alcanzar su meta espiritual[10].
Pero ya no estamos hablando meramente de belleza, como sólo trascendental del ser, aquí damos un salto en que la belleza contemplada es la propia gloria de Dios, que se nos manifiesta por Jesucristo. Es donde la estética pura, natural, se transforma en una estética que es teológica.
El arrebato como origen del cristianismo
Veamos lo contado por San Mateo sobre la reacción de los primeros oyentes del Salvador, cuando este terminaba el Sermón de la montaña: ‘Habiendo acabado Jesús este discurso, se admiraban las turbas de su doctrina. Porque Él las enseñaba como quien tenía autoridad, y no como los escribas y fariseos’ (Mt 7,28). Esa admiración presente en las turbas ya era la señal de la naciente contemplación y adoración al Hijo de Dios que estaba frene a ellos.
No era solamente el raciocinio de las doctrinas acabas de ser expuestas que los llevaba a la admiración, pues estas no bastan para ‘arrebatar y extasiar’. Era algo más, algo que tiene el don de arrastrar: era un ‘relámpago de la belleza eterna’[11] lo que los atraía hacía el Salvador[12].
La formación recibida por los apóstoles era principalmente en base al convivio en donde se dejaban empapar por las manifestaciones de la forma de Jesucristo que rebelaba al Padre en todos sus actos, hasta en los más cotidianos y comunes.
Como no relacionar este planteamiento con, por ejemplo, el encuentro de los primeros apóstoles con Nuestro Señor, cuando después de la primera impresión, llevados por ese asombro arrebatador le preguntan dónde vive, manifestando con esas palabras el deseo de no sólo escuchar su doctrina, sino convivir más de secar con Él. Más elocuente aún son las palabras del divino Maestro cuando les responde: venid y lo veréis (Jn 1, 35-39).
Ciertamente en muchas ocasiones las multitudes que se apiñaban alrededor del Mesías no alcanzaban a oír las palabras que salían de su boca, pero el sólo hecho de apreciar su figura, su modo de andar, eran suficientes para, siempre por la ayuda de la gracia divina, caer postrados a sus pies. Esto mismo es lo afirmado por von Balthasar a continuación:
“(…) el ser-arrebatado es el origen del cristianismo. Los apóstoles son arrebatados por aquello que ven, oyen y palpan, por aquello que se revela en la forma. Juan (sobre todo, pero también los demás) describe continuamente cómo en el encuentro, en el diálogo, se destaca la forma de Jesús y se dibujan sus contornos de manera inconfundible, y cómo de repente, de un modo indescriptible, surge el rayo de lo incondicionado y derriba al hombre, haciéndole caer postrado en adoración, transformándolo en un creyente y seguidor de Cristo”[13].
La fe, necesaria para reconocer la imagen de Cristo.
Pero para reconocer esta forma que remite al Padre, al igual que como antes lo habíamos analizado en las demás formas de manifestación epifánica, es necesario tener un ojo espiritual preparado para reconocer la profundidad de tal manifestación. No es algo matemático en donde quien se presenta frente a esta forma de esplendor cae automáticamente rendido. Reconocer esto sería negar la manera en como Jesús a pesar de todo su apostolado, fue traicionado por un discípulo y condenado a la muerte por el propio pueblo que venía a salvar. Dios respeta la libertad del hombre que puede no dejarse arrebatar.
Desde esta perspectiva y frente a la manifestación de Cristo, como estructura de la revelación de la realidad absoluta, von Balthasar describe dos actitudes: la primera, propia a los naturalistas, ‘leen’ a la forma de Cristo como mera ‘imagen’ y se quedan en ella como en sí misma significativa, y la otra percibe a Jesús como ‘aparición’ de aquello a lo que como imagen remite y, según su autodeclaración, quiere y debe remitir siempre, para ser entendido en su ‘realidad’.[14] En el fondo, unos se quedan en la superficialidad de la manifestación, y aquí el teólogo suizo hace una crítica a la tendencia del método histórico-crítico de fijarse en un campo que pierde la visión de la unidad de la forma de la manifestación, y otros más profundos, por la fe van a lo que remite esta aparición epifánica.
El amor como clave de percepción.
Ahora nos podríamos preguntar ¿Qué es más particularmente lo que en Cristo es epifanía del Padre? o también ¿qué es aquello que podría ‘aparecernos’ en el Hijo que por la fe nos remita a la manifestación de la gloria del Padre?
Para responder a estas interrogantes veamos lo que nos dice el propio von Balthasar que recurriendo a las interpretaciones del evangelio de san Juan sobre la epifanía afirma:
“En general, la última palabra la tienen la interpretación joánica de la epifanía (por mucho que pueda haber cambiado la terminología): todo lo que desde la ‘luz inaccesible’ de Dios Padre (1 Tm 6,16) vino a la visibilidad de la existencia de Jesús es la ‘Palabra’ y la obra de su amor al mundo (Jn 3,16; 1 Jn 3,16). Ninguna otra cosa se ha hecho aquí epifánica.[15]
Es justamente el amor ilimitado del Padre el que se nos ‘aparece’ en la obediencia ilimitada del Hijo. El teólogo de Basilea afirma en este sentido que aquí todo el plano de la imagen se trasciende, pues no estamos frente a una copia técnica, ni una emanación física, ni un ícono estático del Padre, “pues la infinitud del amor de Dios reflejado en la cruz y en el infierno es, visto con los ojos de la tierra, lo absolutamente invisible que hace ‘visible’ el inconcebible amor divino del Padre”[16].
Desde aquí podemos comprender que la clave para formar el ojo espiritual capaz de percibir la profundidad de ese amor que se nos aparece es también el amor. “El ojo natural puede ser ‘solar’ para ver el sol; en cambio, sólo el amor absoluto puede otorgar la visión del amor absoluto. En el Hijo que se ofrece, el Padre ‘atrae’ hacia el Hijo a los que creen en él, es decir, a los que perciben en él el amor (Jn, 6,44)”[17]
La fe necesaria para caer de rodillas y pasar de la admiración a la adoración, necesariamente debe ir unida al amor. Y es en ese amor que podemos hacer parte de este admirable intercambio entre el cielo y la tierra.
A modo de conclusión.
Luego de dar un recorrido por la obra de este gran teólogo, ciertamente no con la profundidad que se merece, pues estamos recién iniciándonos en su pensamiento que para comprenderlo en su totalidad requiere años de estudio, intentaremos a partir de lo rescatado señalar algunas respuestas a las problemáticas levantadas al comienzo.
Queda patente que lo percibido por el rudo rey de los francos era la propia gloria de Dios reflejada en toda esa augusta ceremonia preparada por San Remigio para su bautismo. A pesar de su rudeza, la preparación necesaria para poder comprender en profundidad esa epifanía, Clodoveo ya la poseía. Esa predisposición a la admiración, es en el fondo una capacidad de amar propia de aquellos pueblos que darían origen a una civilización en donde la Iglesia pondría a Cristo en el lugar principal, con mucha menor resistencia de la vista en la actualidad.
El amor es la clave para percibir esa realidad absoluta que está en el fondo de cualquier manifestación de la belleza del Ser y dejarse arrebatar por ella. Balthasar dice que el entusiasmo inherente a la fe cristiana no es un entusiasmo meramente idealista, justamente porque el entusiasmo del cristiano procede del ser real, efectivo, y es conforme a él.[18] De ahí también que valida solamente la teología hecha por aquellos que pudieron percibir esa profundidad y fueron en sus vidas de acuerdo a esa manifestación. Sólo pueden llegar al fondo de la realidad absoluta si se dejan arrebatar por ella. Y en este sentido afirma que los grandes teólogos “jamás hubieran poseído tamaña fuerza modeladora (…) ni hubiesen tenido una influencia histórica tan avasalladora, si su talento no hubiese sido informado por la fuerza creadora del Espíritu, o, lo que es lo mismo, si no hubiesen sido arrebatados y alcanzados (en sentido cristiano) en la unidad del entusiasmo y de la santidad.”[19]
Esa santidad es la forma propia del cristiano que sigue la forma arquetípica del Hijo de Dios. Y “el cristiano sólo realiza su misión – en cualquier época pero, sobre todo, en la nuestra – cuando deviene efectivamente esa forma querida y fundada por Cristo, en la que lo externo expresa y refleja de un modo creíble para el mundo lo interno, y esto último queda verificadok y justificado a través del reflejo externo, convirtiéndose así en algo digno de ser amado en su radiante belleza. La forma lograda del cristiano es lo más bello de cuanto en el ámbito humano pueda darse; ésto lo sabe el simple cristiano, que ama también a sus santos porque la imagen radiante de su vida resulta realmente atrayente.”[20]
Cristián Núñez Durán
[1] BALTHASAR, Gloria. Una estética…, 111
[2] Ibíd., 16
[3] Ibíd., 34
[4] Ibíd., 113
[5] BALTHASAR, Epílogo, 62
[6] Cfr. BALTHASAR, Gloria. Una estética…, 36
[7] BALTHASAR, Epílogo, 62. El destaque es nuestro.
[8] BALTHASAR, Gloria. Una estética…, 34
[9] Ibíd., 32
[10] Cfr. Ibid., 31
[11] Ibíd., 34
[12] Cfr. LUIS ALEXANDRE DE SOUZA. A beleza: experiencia de Deus ao alcanze de todos. En Cuestiones Teológicas, V. 37, Nº 87, Bogotá (2010), 187
[13] Ibíd., 74
[14] Cfr. BALTHASAR, Epílogo, 60
[15] BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica. V. 7., 227
[16] Ibíd., 231
[17] Ibíd., 237
[18] Cfr. BALTHASAR, Gloria. Una estética ... V. I., 115
[19] Ibíd., 74
[20] Ibíd., 31