El valor de la confesión oral hoy

Redacción (14/10/2013, Virgo Flos Carmeli)

Consideraciones teológicas y antropológicas sobre el sacramento de la Penitencia.

En cierta ocasión, hace algunos siglos atrás, un personaje renombrado, contrario a las prácticas de piedad propias de la Iglesia, conversando con el anciano párroco de su ciudad, se burlaba de la confesión diciendo: Padre, yo no me confieso por la simple razón que no cometo pecados. El sacerdote, acostumbrado a este argumento en los largos años que llevaba ejerciendo su ministerio le respondió: siento pena por usted señor, pues, es verdad que existen personas que no pecan, pero yo conozco sólo dos tipos: aquellos que todavía no llegaron al uso de la razón, y aquellos que la perdieron.

Frente a esta respuesta ingeniosa del anciano párroco, creemos no tener necesidad de tratar en este artículo de si es propio del ser humano pecar, pues es evidente que cada uno de nosotros ha experimentado en algún momento el remordimiento o peso de conciencia por no haber hecho lo que debía en alguna circunstancia de la vida.  Equivocarse es algo propio a nuestra naturaleza caída. Al abrir los ojos a la luz de la razón, el hombre se enfrenta a la toma de decisiones, que al no ser siempre bien resueltas, hacen experimentar el peso del error, del pecado.

Ahora, cuando nuestro alto personaje decía al sacerdote que él no cometía pecados, pensamos que de alguna manera su objeción más profunda no era tanto acerca del pecado en sí, sino más bien a la necesidad de ser confesados a alguien para ser perdonados.

Lo que ahora queremos abordar es justamente este punto, muy cuestionado, no sólo en nuestra época, sino desde hace ya un par de siglos en que la sociedad ha exacerbado el individualismo y la libertad personal; ¿por qué debo contarle a un hombre tan pecador como yo las cosas de mi intimidad? ¿Acaso no puedo reconciliarme con Dios directamente, en lo íntimo de mi corazón?

Un poco de historia

No siempre la confesión oral fue la parte central del sacramento de la Penitencia.  La historia nos muestra ser este uno de los sacramentos que más ha variado en sus formas desde cuando fue instituido por Jesús en el Cenáculo, después de la resurrección (Jn 20, 21-23) hasta lo establecido hoy por los últimos documentos magisteriales.[1] Pero siempre este elemento ha estado presente – es lo que intentaremos demostrar aquí – por responder a una necesidad antropológica del hombre compuesto de cuerpo y alma.

En sus inicios la confesión era más bien una condición necesaria para la imposición de la penitencia, ya que de acuerdo a las faltas del pecador, era aplicada la penitencia previamente establecida en diversos ‘penitenciarios’.[2] Pero es a partir del siglo XIII, cuando la confesión sustituye propiamente las ‘obras de penitencia’, donde esta expresión oral de los pecados pasa a ser el elemento esencial dentro del sacramento. Esto en el siglo XVI se confirma y potencia con el Concilio de Trento, cuando la confesión pasa a tener una mayor importancia dentro de la espiritualidad cristiana.[3]

La confesión oral como condición relativa

Podría cuestionarse como las personas, que por diversas razones no pueden expresarse oralmente ante un confesor pueden beneficiarse del sacramento. Debemos decir que esto ya ha sido respondido por diversos teólogos, quienes apoyándose en el magisterio, concluyen ser esta una concesión de la Iglesia “que no debe entenderse de modo absoluto y material, sino relativo y formal (modo humano), según las condiciones físicas y morales del sujeto.”[4] Entretanto, no se trata de que cada individuo determine si está en condiciones o no de confesarse oralmente, sino que existen una serie de concesiones a quienes particularmente están impedidos (como es el caso de los sordomudos por citar uno de tantos otros ejemplos).[5]

En condiciones normales, la Iglesia es bien clara cuando afirma: “la confesión individual e integra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia.”[6]

Esta obligación no la pone la Iglesia porque quiere entrometerse y dirigir la vida de sus seguidores, sino que como madre quiere responder a una necesidad vital del hombre.[7] ¿Cuál es esa necesidad? Es la que veremos a continuación.

La confesión oral y su implicancia antropológica

Como ya habíamos dicho anteriormente, la conciencia de pecado es propio a la naturaleza caída del hombre, pero de esa misma manera es propio también a él la necesidad del perdón.  Así, “desde el punto de vista antropológico, la oferta del sacramento viene a satisfacer acabadamente esta íntima precariedad del hombre caído, frente a la potencia destructiva del pecado. Gracias a la Penitencia, el cristiano cuenta con un instrumento de perdón.”[8]

El hombre, constituido de cuerpo y alma, necesita por su naturaleza liberarse de alguna manera material de aquello que lo atormenta en su interioridad. Esto es algo que se puede ver como una expresión en las más variadas costumbres culturales. Veamos por ejemplo como se daban estos ‘ritos de expiación’ en los pueblos antiguos cuando se había generado un estado de enemistad entre la comunidad y la divinidad. Arocena nos comenta:

“A menudo, esa ruptura se percibía por la aparición de una calamidad o una catástrofe natural, como síntoma indicador de que la armonía entre los hombres y la divinidad se había trastocado. La presencia de esa adversidad significaba que se había incurrido en algún «pecado», es decir: que se había violado algún «tabú», a consecuencia de lo cual se habían desencadenado las fuerzas maléficas, de las que aquél protegía; o bien que se había violado alguna de las leyes o ceremonias a las que estaba ligada la vida de la tribu. En el primer caso, el mal, que era manifestación de la fuerza funesta ya no retenida por el tabú, debía ser purgado en el cuerpo del pecador. Los tres grandes elementos purificadores eran el agua, el fuego y la sangre. Los modos de conseguir esta purgación eran muy diversos: sangrías, abluciones, vómitos… En el segundo caso, el dios del clan era aplacado por la confesión del propio pecado, seguida de una ofrenda a los difuntos, que expiaba la ofensa. De ahí que, desde la perspectiva de la antropología cultural, la confesión era, ante todo, una actitud humana liberadora. Confesar el pecado quería decir separarse, sacar fuera de uno mismo aquello que causaba el mal que se padecía.”[9]

En la Iglesia, esta actitud liberadora se completa agregando el bálsamo regenerador de los efectos de la preciosa sangre derramada por Jesús en el Calvario, que con la absolución proferida por los labios del sacerdote borra la culpa de la ofensa. Pero para esto, repetimos, en los casos normales es necesaria esa declaración oral e individual.

Tribunal de misericordia: carácter medicinal de la confesión

“La confesión es un acto por el que se descubre la enfermedad oculta con la esperanza del perdón.”[10] El Aquinate aquí nos muestra un aspecto de la confesión oral que junto con el aspecto judicial, pastoral y paternal del sacramento de la penitencia completa esta necesidad de confesarse: el carácter medicinal del sacramento.

El pecador cuando peca se asemeja al enfermo con su enfermedad. Para el sacerdote, ministro del perdón, al igual que el médico, le es imposible recetar la medicina adecuada si el paciente no revela los síntomas de su enfermedad. San Jerónimo decía que si el enfermo se avergüenza de descubrir la llaga al médico, difícilmente este lo podrá curar, pues ‘la medicina no cura lo que ignora’.

Así también se refiere el magisterio de la Iglesia a este aspecto del sacramento: “Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto el Sacramento implica, por parte del penitente, la acusación sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación), sino inherente a la naturaleza misma del Sacramento.”[11]

Analizando esta realidad desde la perspectiva actual y corroborando la triste situación de la disminución de la frecuencia por parte de los cristianos al sacramento de la penitencia, es paradójico ver por otro lado, como las consultas de los sicólogos están llenas de pacientes a la búsqueda de ser escuchados… Lejos estamos de querer acabar con estas prácticas que en muchas ocasiones acompañan con el rigor profesional a problemas complejos y difíciles de resolver, pero debemos reconocer que ningún sicólogo, por capaz que sea, puede dar lo que el sacerdote da en la confesión. En la confesión algunos casos pueden requerir psicólogo, pero ningún psicólogo podrá sustituir al confesor en el acto y el significado de la confesión sacramental. Ninguna terapia de gabinete (consulta) podrá suplantar a la terapia del sacramento, cuando se celebra con todas sus condiciones y verdad.”[12]

Debemos, entretanto, evitar considerar la confesión como un mero acto terapéutico. A veces el confesor debe hacer de psicólogo, sin embargo el carácter medicinal del sacramento está configurado principalmente con la alta medicina que otorga la cura inmediata y total de la enfermedad a través de la absolución sacramental de los pecados.

Ahora, “si la necesidad de discernir y de aplicar la medicina adecuada, exige la confesión, esto no supone que se ha de atormentar a los fieles con un interrogatorio que les lleve, más que al aprecio, al desprecio de la penitencia.”[13] El sacerdote hará bien en asumir este papel de ‘cura de almas’ a la hora de tratar con el penitente que frecuentemente con no poco esfuerzo está intentando descubrir su enfermedad.

La confesión regular, para el progreso espiritual

Ya que estamos analizando la confesión oral en su carácter medicinal, no podemos dejar de mencionar algo sobre el beneficio que esta nos trae cuando es regular.

De la misma manera que catalogaríamos de negligente aquel que sólo acude al médico cuando está en un estado avanzado de enfermedad, al borde de la muerte, así también podríamos pensar de aquellos que pretenden acercarse a la confesionario sólo cuando estén en una situación de pecado mortal, ya habiendo perdido la amistad con Dios.

“La cualidad terapéutica de la Penitencia recomienda también el recurso al sacramento para los pecados veniales, justificado por la experiencia multisecular de la Iglesia como cauce idóneo para intensificar la conversión permanente del cristiano (CCE 1458). El bautizado que confiesa sus faltas y pecados veniales de forma asidua recibe de modo personal y, desde el discernimiento del ministro, el aliento oportuno que purifica y enciende una vida cristiana que no ha conocido quiebra”[14]

El propio Voltaire reconoció el beneficio que traía a los cristianos la confesión auricular de manera regular, diciendo que el sólo hecho de saber la persona que tendrá que presentarse delante de otro para recibir el perdón de su pecado, se tornaba la propia idea de la confesión en un freno para los vicios, especialmente de los ocultos.[15]

Así, sabiendo que no es una obligación confesarse a no ser una vez al año, la Iglesia anima a los fieles a acercarse con solicitud al tribunal del perdón: “Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (Cf. Cc. de Trento: DS 1680; ?CIC 988,2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu.”[16]

Situarse frente a la verdad

Para concluir, gustaríamos de recordar una frase de San Alberto Magno en su comentario a las epístolas del Pseudo Dionisio: “la verdad es la medicina para el alma”.

Es fundamental considerar, más aún en los tiempos actuales, la importancia de situarnos frente a lo que realmente somos y reconocer nuestras miserias. Hoy en día es tan incentivado el vivir de apariencias, que las personas no tardan en caer en grandes depresiones cuando se dan cuenta que todo ese mundo de fantasías que deseaban sostener en torno de sí, cae como un castillo de naipes al experimentar su propia fragilidad y contingencia.

Si tuviésemos la costumbre de enfrentar con humildad (no olvidemos lo dicho por la Santa de Ávila que homologaba la humildad con la verdad) y verdadero arrepentimiento nuestras flaquezas, para luego confesarlas al sacerdote que en nombre de Dios nos perdona, ciertamente tendríamos otra estatura moral para enfrentar los momentos difíciles que a todos los católicos nos toca y nos seguirá tocando vivir.

Por Cristián Núñez Durán


[1] En los últimos cincuenta años han sido cinco los documentos más importantes en donde la Iglesia se ha pronunciado sobre el sacramento de la Penitencia: el Ordo Poenitnetiae (1974), el Código de Derecho Canónica (1983), Reconciliatio et Poenitentiae (1984), el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) y Misericordia Dei (2002).

[2] Como ejemplo veamos las penitencias que se encontraban en libro penitencias de Finiano citado en (Philippe Rouillar. Historia de la penitencia, desde los orígenes a nuestros días. Ed. Mensajero, Bilbao, 1992): “1. Si alguien peca de pensamiento y se arrepiente enseguida, se golpeará el pecho, pedirá perdón a Dios, hará una penitencia apropiada, y estará curado.2. si alguien discute con los clérigos y los ministros de Dios, ayunará durante una semana a pan y agua; pedirá perdón a Dios y a su prójimo, humilde y sinceramente, y así se reconciliará con Dios y con el otro. (…) 8. Si un clérigo pega a su hermano o al prójimo y ha derramado su sangre, el crimen es el mismo que si lo hubiera matado pero la penitencia es diferente: ayunará un año a pan y agua y no ejercerá su ministerio”

[3] Cfr. Dionisio Borobio. El sacramento de la Reconciliación Penitencial. Ed. Sígueme, Salamanca, 2006. 301-303

[4] Ibíd., 307

[5]Para ver otros ejemplos referidos a estas excepciones podemos ver las citas a Domingo Soto en: Dionisio Borobio. El sacramento de la Reconciliación Penitencial. 312,ss

[6]Juan Pablo II. Carta apostólica Misericordia Dei, 1.a.Disponible en http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/motu_proprio/documents/hf_jp-ii_motu-proprio_20020502_misericordia-dei_sp.html [fecha de consulta: 27 de octubre de 2011]

[7] Claro que ha habido casos aislados de clérigos que aprovechándose de esta forma del sacramento han querido manipular las conciencias, pero no podemos generalizar esta situación y elevarla por encima de miles de personas que a lo largo de la historia multisecular de la Iglesia se han visto beneficiados por este medio de obtener el perdón de Dios.

[8] Félix M. Arocena, Scripta Theologica sep-dic2009, Vol. 41 Issue 3, p745-783. Disponible en http://web.ebscohost.com.ezproxy.puc.cl/ehost/detail?vid=4&hid=119&sid=51c795e6-b830-41b7-8477-27da4a279505%40sessionmgr111&bdata=JnNpdGU9ZWhvc3QtbGl2ZQ%3d%3d#db=a9h&AN=47684854° [fecha de consulta: 29 de octubre de 2011]

[9] Ibíd.

[10] Tomás de Aquino,SummaTheológicaSuppl., q. VII, a. 1 co

[11]Juan Pablo II.   Exhortación apostólica Reconciliatio et Poenitentiae. 31, II.  Disponible en

http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_exhortations/documents/hf_jp-ii_exh_02121984_reconciliatio-et-paenitentia_sp.html[fecha de consulta: 27 de octubre de 2011]

[12]Dionisio Borobio. El sacramento de la Reconciliación Penitencial. 317

[13]Ibíd. 309

[14]Félix M. Arocena, ScriptaTheologica sep-dic2009, Vol. 41 Issue 3, p745-783. (en línea)

[15] Citado en Antonio Royo Marín.Teología Moral para seglares, V. II, BAC, Madrid (1994), 334

[16]Catecismo de la Iglesia Católica, 1458. Ed. San Pablo, Bogotá (2000), 500