Redacción (26/09/2013, Virgo Flos Carmeli)
Francisco Javier de Oyarzábal Gutiérrez-Barquín
Cuando entramos en contacto con los Textos Sagrados, no estamos sólo ante la lectura de la vida de Jesús, de sus Apóstoles y discípulos, o de un mero relato de la historia del pueblo judío. La Biblia nos trae ante todo una experiencia de vida, razón por la cual tantas veces nos vemos reflejados en ella. Al fin y al cabo, todos los hechos que en ella se recogen, partían de personas de carne y hueso como nosotros.
Sin embargo, ¿a qué tipo de vida se refiere la Biblia? Una pregunta, cuya respuesta ni los propios Apóstoles comprendieron en vida de Jesús, cuya respuesta, nadie puede comprender plenamente, si no le es dada de lo alto. ¿Pues qué tipo de vida esperaban los apóstoles, en los cuales se refleja de algún modo toda la humanidad, a no ser una vida de glorias humanas? Podemos comprobar esto en varios pasajes de la Biblia, citaremos uno de los más significativos: “Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición. Él le preguntó: ¿Qué quieres? Ella le dijo: Di que se sienten estos dos hijos míos uno a tu diestra y uno a tu izquierda en tu reino.” (Mt 20, 20-21) Se refería a un reino terreno.
Frente a la indignación de los otros diez ante los hijos del Zebedeo, pues todos querían esos puestos, les dijo Jesús: “Sabéis que los jefes de las naciones gobiernan imperiosamente y los grandes mandan autoritativamente.” (Mt 20, 25) Sobre todo por aquéllas épocas, en las cuales los que ejercían alguna función de gobierno, lo hacían según las leyes de la tiranía pagana y no como manda la caridad cristiana. Y continúa: “No ha de ser así entre vosotros; antes quien quisiere entre vosotros llegar a ser grande, será vuestro servidor; y quien quisiere entre vosotros ser primero, será vuestro esclavo: como el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos.”(Mt 20, 26-28)
Ésta enseñanza que Jesús les dio, como tantas otras, no llegaron los Apóstoles a comprenderla. Y sólo la comprendieron cuando el Espíritu Santo descendió sobre ellos en Pentecostés.
En las aulas de Sagradas Escrituras que tuvimos con el P. Hernán Cardona SDB, se nos explicó pormenorizadamente lo arriba dicho. Pero también nos fue recordada la necesidad que tenemos todos de estar continuamente corrigiendo nuestros defectos, de convertirnos, en el sentido de mudar a cada instante hacia el camino de la perfección, y de rezar mucho para que el Espíritu Santo nos ilumine en un nuevo Pentecostés, así como hizo con los apóstoles: ¿Quién de nosotros no necesita obtener de Dios la gracia de una verdadera conversión?[1]
Por designios providenciales, estas aulas tuvieron lugar la última semana de la Pascua, que culminó con el domingo de Pentecostés. Razón por la cual he decidido hacer un pequeño comentario sobre el Espíritu Santo con base en los propios sermones de Mons. João Clá, EP.
Escuchamos el pasado Domingo de Pentecostés el siguiente versículo: “Habiendo dicho estas palabras, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”. (Jn 20, 22)
Optan los exegetas por interpretar este pasaje en el sentido de que Cristo no sopló sobre cada uno de los Apóstoles, mas lo hizo de modo genérico, lo que era suficiente para todos, incluido el propio Tomás, ausente en aquel momento.
¿Cómo entender entonces la anterior afirmación de Jesús: “ Os conviene que me vaya, porque si no me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré.”(Jn 16, 7)?
En Juan 20, 22, Jesús da a los Apóstoles el Espíritu Santo con el único objetivo de otorgarles el poder de perdonar los pecados, uno de los varios dones del Espíritu Santo. En Pentecostés, sin embargo, fue enviado sobre María y las demás personas reunidas en el Cenáculo, el Espíritu Santo, con sus dones. Por eso es conveniente diferenciar ambos verbos: enviar y dar. [2]
A este propósito, San Gregorio Magno se pregunta la razón por la cual Jesús lo da a sus discípulos, primero cuando está en la Tierra, para después enviarlo desde el cielo:
“¿Por qué, pues, lo da primero a sus discípulos sobre la tierra, y después lo envía desde el cielo, sino porque son dos los preceptos de la caridad, a saber, el amor de Dios y el amor al prójimo? En la tierra se da el Espíritu de amor al prójimo, y desde el cielo el Espíritu de amor a Dios; pues así como es una la caridad y dos los preceptos, así no es más que uno el Espíritu dos veces dado: el primero por el Señor sobre la tierra, y después descendido del cielo; porque en el amor del prójimo se aprende cómo puede llegarse al amor de Dios.”[3]
Además, dice San Agustín en De Trinitate que: “El soplo corporal de su boca no fue la sustancia del Espíritu Santo, sino una conveniente demostración de que el Espíritu Santo, no tan solo procede del Padre, sino que también del Hijo.”[4]
Éste amor del que nos habla San Gregorio, es el famoso amor de ágape. Amor desinteresado con el cual Jesús quería que Pedro le amase, al preguntarle por tres veces en las riberas del mar de Tiberíades si lo amaba: ¿Ágapas me? (Jn 21, 15). Amor que Pedro no conoció hasta el momento de Pentecostés. Verdadero amor que también nosotros debemos pedir, deseando con ardor participar de la misma alegría sentida por los Apóstoles en el momento de Pentecostés, en el Cenáculo. Para que aquella disposición de llevar el Reino de Nuestro Señor Jesucristo hasta los confines del universo se verifique también en nuestros días, y así podamos ver la faz de la Tierra incendiada por una llamarada de amor según las palabras de Jesús: “Yo vine a traer fuego a la Tierra, ¿y que he de querer si no que ella arda?” (Lc 12, 49). Que éste fuego se propague con todo su esplendor, para infundir nueva vida a la Iglesia: “Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem Terrae”. (Sl 103, 30)
[1] CARDONA. P. Hernán. Aula de Introducción a las Sagradas Escrituras en el Instituto Teológico São Tomás de Aquino – ITTA. Caieiras, 15 may. 2013.
[2] Cf. CLÁ DIAS, Mons. João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos. vol. 5, p. 288.
[3] GREGÓRIO MAGNO, Santo, apud TOMÁS DE AQUINO, Santo. Catena Aurea in Ioannem, c. XX, v. 19-25.
[4] AGUSTÍN, Santo. De Trinitate. L. IV, c.XX, n.29. In: Obras. Madrid: BAC, 1956, vol. 5.